Yerba Buena(6)





Sin embargo, pese a que lo había ayudado y el chico se lo había agradecido después, con el pelo y el rostro limpios, Dave no llamó. Y todavía no había llamado cuando lo comprobó una hora más tarde. Cuando se estaban secando las sábanas y volvió a entrar, Maureen salió de detrás del mostrador.

—Querida —le dijo—, te conozco. Sé que no me dirías que algo es importante si no lo fuera de verdad. Si alguien te llama, estaré tras la puerta gritando tu nombre antes de que acaben de decir ?hola?. ?Entendido?

—Vale —contestó Sara.

—?Quieres que hablemos de algo?

—No, pero gracias.

No podía ponerlo en palabras. Todavía no. Quería mantener a Maureen como estaba: con el cabello te?ido de negro, sus camisetas escotadas, todo negocio y amabilidad, el tipo de jefa que solo dos semanas antes le había entregado la llave de la habitación doce sin hacer preguntas. No quería escuchar lo que pensaba Maureen ni ver su expresión de preocupación. Solo quería que la espera terminara. Quería mantener el miedo fuera de su cuerpo.

Así que cuando volvió a ver al chico desde la ventana de la habitación veinte, esta vez sentado descaradamente en una de las tumbonas bajo una sombrilla blanca y hojeando una revista, se dijo a sí misma que cuando hubiera terminado de hacer la última cama, saldría y se sentaría a su lado.

Cuando se acercó, él levantó la mano a modo de saludo.

—?Qué haces?

El joven se encogió de hombros.

—?No es esto lo que se supone que hace la gente aquí?

—Si eres un huésped de pago, sí.

—?Has venido para echarme? —Sara negó con la cabeza—. Pues siéntate conmigo.

Ella apartó ligeramente la silla que había junto a la de él, y se sentó. Era rubia y muy guapa. Alta, como su padre. Solía mantenerse en guardia para que los jóvenes y los hombres no se hicieran una idea equivocada. Pero había algo en ese chico que le decía que era buena persona.

—Es un sitio muy bonito —alabó él—. No puedo creer que haya gente que viva aquí de verdad. Es como el paraíso.

—No exactamente.

—?Estás de co?a? Es decir, míralo.

—No, ya lo sé —replicó ella—. Es precioso. Lo sé. —Entendía por qué iba allí la gente y se sentaba donde ellos estaban en ese momento. El río, las secuoyas… a ella también la asombraban—. ?Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Voy a Los ángeles, pero necesito bujías nuevas.

—Hay un mecánico a un par de manzanas.

—Sí. Me ha dicho que podría arreglarlo en una hora, pero ando algo escaso de efectivo en este momento. ?Alguna idea de dónde podría conseguir un trabajo a corto plazo? Es solo un Civic. La reparación saldrá barata.

—La verdad es que no —respondió Sara encogiéndose de hombros.

—Bueno, toma. —Anotó algo en la esquina de una página de la revista, la arrancó y la dobló—. Si te enteras de algo, llámame.

—Vale.

Sara puso los ojos en blanco y se guardó el papel en el bolsillo.



No supo cómo sentirse cuando vio los coches enfrente. No sabía si sería mejor otra cena entre ella y Spencer solos, o si las fuertes voces de su padre y de sus amigos podrían ahogar sus temores.

Aunque estaban en la sala cuando Sara llegó, reinaba el silencio en la casa. La televisión transmitía las noticias locales con el volumen bajo.

Dos tipos, un par de hermanos cuyos nombres no recordaba, estaban sentados junto a la ventana jugando a las cartas. Miraron hacia arriba cuando entró, pero luego volvieron la vista a sus manos. Nunca hablaban con ella. Pero Eugene estaba en el sofá.

—Hola —la saludó—. Sara, ven. Siéntate.

Le dio unas palmaditas al cojín que había a su lado y Sara se sentó sobre él; en ese momento tomó conciencia de lo cansada que estaba de tanto buscar y limpiar. Se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza entre las manos.

—Ya casi no te veo. Has crecido mucho. ?Acaso estás demasiado ocupada para mí?

Conocía a Eugene de toda la vida. La madre de Sara y la mujer de Eugene habían sido mejores amigas. Pero luego su madre había muerto y la mujer de Eugene lo había dejado.

—Mi amiga ha desaparecido —informó Sara, todavía con la cabeza enterrada en las manos y los ojos cerrados.

—Desaparecido —repitió Eugene—. Ajá.

La habitación había vuelto a quedar en silencio; había tensión por algo, pero no tenía nada que ver con Sara. Estaba demasiado cansada como para preocuparse.

—Hemos buscado por todas partes.

Sara notó un cambio de peso en el sofá. Cuando abrió los ojos, él seguía allí con una cerveza nueva en la mano.

—Bueno. —Eugene tomó un sorbo—. Ya aparecerá. —Pasó otro momento—. Sabes que puedes venir a verme si alguna vez necesitas algo, ?verdad?

Nina Lacour's Books