Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(20)


—Es lo que siempre has querido hacer.

—Sí que lo es. ?Y tú? ?Vas a ir a la universidad?

—Eso parece —me encogí de hombros.

Había sido mi sue?o tiempo atrás, pero en esos momentos me resultaba difuso, una carga. No quería irme. No quería estar sola en Brisbane. No quería tener que conocer a gente nueva cuando ni siquiera era capaz de relacionarme con las personas que me habían visto crecer. No quería pintar ni estudiar nada que tuviese que ver con eso. No quería, pero Oliver…

Mi hermano había pasado de vivir pegado a una tabla de surf y caminar descalzo a todas horas a ponerse un traje que odiaba para trabajar como director administrativo de una importante agencia de viajes, porque él siempre había sido el mejor con los números y uno de los socios del negocio conocía a mi padre y le había ofrecido el puesto dos semanas después del accidente. Recuerdo que Oliver le dijo que ?no se arrepentirá?, y mi hermano era un hombre de palabra, de los que siempre cumplen lo que se proponen; como ahorrar hasta el último dólar para que yo fuese a la universidad.

Y por mucho que odiase la idea, no quería decepcionarlo, no quería causarle más dolor y más problemas, pero no sabía cómo dejar de sentirme así, tan triste, tan vacía…

—Axel parece muy directo —dijo Blair.

—Lo es. —Y estaba enfadada con él.

—También parece que se preocupa por ti.

Bajé la mirada al plato y me concentré en el color verde intenso de la lechuga, tan vibrante, el rojo del tomate y el ámbar de las pepitas, el amarillo de los granos de maíz y el morado oscuro, casi negro, de las pasas.

Tomé aire. Era bonito. Todo era bonito; el mundo, el color, la vida, así lo veía antes. Si miraba a mi alrededor, solo encontraba cosas que quería transformar; plasmar mi propia versión de una ensalada, de un amanecer frente al mar o de ese bosquecillo que había delante de mi antigua casa y que, al ver la expresión de Axel contemplándolo, me hizo desear pasar el resto de mi vida con un pincel en la mano.





21



AXEL

Leah ya estaba delante de la puerta del supermercado cuando llegué. Estaba enfadada. Ignoré su ce?o fruncido, montamos en el coche y nos pasamos todo el trayecto callados. Cargué las bolsas de la compra hasta la cocina y todavía no había empezado a guardar las cosas en los armarios cuando ella apareció, furiosa y preciosa, con líneas nuevas rodeándola, delimitando contornos que el mes anterior habían estado difusos. Le brillaban los ojos.

—??Cómo has podido hacerme eso?!

—?Eso? Sé más específica, Leah.

—?Traicionarme así! ?Decepcionarme!

—Sí que eres de piel fina.

—Y tú sí que eres un imbécil.

—Puede ser, pero ?te lo has pasado bien? ?Qué tal es lo de relacionarse con otro ser humano?, ?agradable? Ahora debería venir el ?gracias, Axel, por ayudarme a dar el paso y ser tan paciente conmigo?.

Pero no hubo nada de eso. Leah parpadeó para contener las lágrimas y, cargada de frustración, dio media vuelta y se metió en su habitación. Cerré los ojos, cansado, y apoyé la frente en la pared intentando centrarme. Quizá había sido un poco brusco, pero yo sabía…, no, sentía que era lo que tenía que hacer. Pese a ella, e incluso pese a lo que de verdad me apetecía a mí.

Porque verla así, tan cabreada y dolida, era jodidamente mil veces mejor que verla vacía. Recordé lo que había pensado esa misma ma?ana: la idea de tener una cuerda en la mano y tensarla, tensarla más…, y eso fue lo que me hizo avanzar hasta su habitación y abrir sin llamar a la puerta.

—?Puedo entrar?

—Ya estás dentro.

—Cierto. Intentaba ser educado. —Ella me fulminó con la mirada—.

Vayamos al grano. ?Te la he jugado un poco? Sí. ?Era por una buena causa?

También. Quería avisarte de que voy a seguir haciéndolo. Y sé que piensas que soy un jodido cabrón insensible que disfruta metiendo el dedo en la herida, pero algún día, Leah, algún día me lo agradecerás. Acuérdate de esta conversación.

Ella se llevó una mano temblorosa a los labios y me susurró que me marchase antes de levantarse, abrir la ventana y coger los auriculares que estaban sobre la mesilla.

Apenas hablamos durante los siguientes días.

Me dio igual. No podía dejar de pensar en la información que había leído sobre el síndrome de estrés postraumático. Y al menos, había encontrado una manera de romper esa parálisis y apatía durante unos segundos, que era mejor que nada. Cuando Leah se enfadaba, no había indiferencia en su mirada y las emociones la abrazaban sin remedio. Así que la tenía ahí, tirando de la cuerda despacio, buscando la manera correcta de hacerlo.

Oliver vino a recogerla el lunes de la última semana de marzo. Ella todavía estaba en el instituto, y yo lo abracé más fuerte que otras veces, porque lo había echado de menos, joder, y no me imaginaba lo que sería estar en su pellejo. Saqué dos cervezas de la nevera y salimos a la terraza trasera. Me encendí un cigarro y le tendí otro a él.

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