El mapa de los anhelos(15)



Mi madre me pregunta si quiero repetir, pero niego con la cabeza. Me levanto para dejar el plato en el fregadero y cuando vuelvo a la mesa veo que tengo otro mensaje.

Will: Coge tus patines.

Grace: No sabía que tuvieses sentido del humor. Porque imagino que esto es una broma, ?no?

Will: No.

Trago saliva con fuerza, sosteniendo el móvil aún en la mano, sopesando qué responder. El abuelo percibe mi inquietud.

—?Te encuentras bien?

—Sí, sí, perfectamente.

Grace: Pues lo siento, pero no tengo patines. Seguro que podremos hacer cualquier otra cosa.

Will: Tu hermana escribió una nota en la que comentaba que dirías justo eso. Te transcribo sus palabras: ?Los patines están en el baúl verde que hay al fondo del desván?. De nada.

Me gustaría contestarle que es idiota, pero hago el esfuerzo de recordar que tan solo es el mensajero. Un mensajero poco compasivo. Si supiera lo que me está pidiendo… Si me conociera tan solo un poco…

—?Grace? —insiste mi madre.

—Perdona. ?Qué decías?

—?Quieres un vaso de leche?

—Sí, gracias.

Tengo la extra?a sensación de que el resto de la velada transcurre como a trompicones: el abuelo gru?e por lo bajo en un par de ocasiones ante la desmesurada preocupación que muestra su hija y yo intento prestar atención a la conversación, pero lo hago a medias porque tengo la cabeza en otra parte. Finalmente, cuando nos levantamos para irnos, mamá va a coger su abrigo y me quedo a solas con el abuelo.

—Ven aquí, Grace. —Sus brazos me envuelven como hacía cuando era peque?a y me caía o volvía llorando del colegio—. Sé una buena chica en mi ausencia. Y sigue las instrucciones: era importante para tu hermana.

—Ya, bueno, lo intentaré…

—Seguro que no es difícil.

—Si supieras… —Miro por encima del hombro hacia las escaleras que conducen a la segunda planta para comprobar que mamá no nos escuche—. Tuve que ir a uno de esos grupos de autoayuda que parecen sacados de los ochenta.

El abuelo no se muestra impresionado y dice: —Lo sé. ?Quién crees que llevó a Lucy cuando se empe?ó en ir a ese sitio? Pero, si me permites un consejo, deberías dejar de mirar tanto hacia atrás en busca de respuestas y centrarte en lo que sí puedes hacer. Y hablando de eso, tengo algo para ti. Toma.

Se saca del bolsillo un círculo peque?o de madera que, visto de cerca cuando lo tengo en la mano, resulta ser una brújula tallada con todos los detalles.

—Gracias, aunque no sé si será muy precisa. —Hundo la u?a en una zona con relieve—. Es broma. Me encanta, de verdad.

—Simboliza precisamente eso, Grace.

—?El qué?

—Que no hay brújula que valga para la vida y ha llegado la hora de que empieces a guiarte siguiendo tu instinto. El problema es que no te escuchas.

Abro la boca con una réplica preparada, pero entonces los escalones crujen ante el regreso de mamá. Nos despedimos del abuelo. Intento no pensar en lo mucho que voy a echarlo de menos porque, tras la fachada de indiferencia, noto que me escuecen los ojos.

Volvemos en coche, aunque tan solo unas manzanas separan ambas casas. Cuando mamá aparca delante de la nuestra, permanecemos en silencio sin salir del vehículo.

—?Estás bien? —pregunto.

—Sí, es solo… Olvídalo. —Sacude la cabeza, luego me mira con atención y eso es raro y resulta incómodo—. ?Te has hecho otro agujero en la oreja?

—Sí. Hace dos meses.

—Ah. Te queda bien.

Asiento y abro la puerta.

Encuentro a mi padre en la cocina, delante de la ventana, con una copa de algo amarillento en la mano. Me pregunta qué tal lo hemos pasado, comenta algo sobre que lamenta no haber podido asistir por culpa del trabajo y bebe un trago largo. Durante toda mi vida he oído a la gente hablar sobre la belleza de mi padre y lo mucho que me parezco a él en los gestos; ?es por la mirada —dijo una vez una vecina—, es una mirada que se hunde en la carne y más allá?. Esa apreciación me pareció algo siniestra, pero no dije nada al respecto. Sin embargo, ahora que lo observo en la penumbra, tan solo veo a un hombre cansado y bastante gris, con bolsas bajo los ojos, el cabello ligeramente plateado y la piel cenicienta.

—Buenas noches, papá —digo.

—Buenas noches, saltamontes.

Así era como me llamaba cuando era peque?a, porque decía que nunca estaba quieta, pero tampoco parecía tener claro a qué lugar quería ir.

Es curioso: ahora me siento igual.

Lo pienso tras tumbarme en la cama con la brújula de madera en la mano. Vuelvo a palpar el relieve con los dedos e imagino al abuelo haciéndola solo para mí en el peque?o taller que aún conserva en el garaje de su casa. Sería liberador saber cuál es la dirección correcta y tomarla sin volver nunca más la vista atrás.

Tardo un rato en decidirme, pero al final cojo aire y voy hasta el desván.

Escucho a mis padres discutir en el piso de abajo mientras me interno en ese lugar lleno de polvo y recuerdos. Aquí están todos mis peluches y los juguetes que usábamos de ni?as, bolsas llenas de ropa y regalos, como vajillas o peque?os electrodomésticos, que apenas llegamos a usar. Descubro el baúl verde el fondo. Aunque Lucy no lo hubiese especificado, sabía perfectamente dónde estaban mis patines de hielo. Quito algunas cajas que hay encima y después abro la tapa, que cruje de forma desagradable.

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