Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(11)


—Bien, solo me he mareado.

—?Al caer al agua?

Apartó la vista y asintió con la cabeza.

—Estaré en mi habitación —dijo.

—De acuerdo. Pero esta noche quiero hablar contigo.

Leah abrió la boca para protestar, pero se fue a su dormitorio y entornó la puerta. Respiré hondo, intentando recuperar la calma. Descalzo, salí a la terraza trasera, me senté en los escalones de madera agrietada y me encendí un cigarro.

Joder, claro que teníamos que hablar.

Di una última calada antes de entrar en casa. Me acerqué a mi escritorio, removí los papeles sueltos y encontré uno en blanco. Cogí un bolígrafo y garabateé todas las preguntas que me había hecho durante aquellas tres largas semanas. Dejé el papel cerca y fui apuntando alguna más mientras hacía la cena. Preparé una ensalada y llamé a su puerta. Leah no puso objeciones cuando le propuse cenar en la terraza.

El cielo estaba cuajado de estrellas y olía a mar.

Comimos en silencio, casi sin mirarnos. Al terminar, le pregunté si quería té, pero negó con la cabeza, así que fui a la cocina a dejar los platos.

Cuando volví, Leah estaba de espaldas, apoyada en la valla con la mirada fija en la oscuridad.

—Siéntate —le pedí.

Suspiró sonoramente antes de volverse hacia mí.

—?Esto es necesario? Me voy pasado ma?ana.

—Y volverás una semana después —repliqué.

—No te molestaré. —Me miró suplicante. Parecía un animal asustado —. Yo no quería, fuiste tú el que me obligó a meterme en el agua…

—No tiene nada que ver con eso. Vamos a pasar mucho tiempo juntos durante este a?o y necesito saber algunas cosas. —Bebí un trago de té y le eché un vistazo al papel lleno de interrogaciones que sostenía en la mano—.

Para empezar, ?no tienes amigos? Ya me entiendes. Gente con la que relacionarte, como hacen las chicas de tu edad.

—?Estás bromeando?

—No, claro que no.

Leah permaneció en silencio. Yo no tenía prisa, así que me senté en la hamaca y dejé el vaso de té en el borde de la valla de madera para poder encenderme un cigarro.

—Sí que tenía. Tengo. Creo.

—?Y por qué nunca sales por ahí?

—Porque no quiero hacerlo, ya no.

—?Hasta cuándo? —insistí.

—?No lo sé! —Respiró agitada.

—De acuerdo… —Reparé en las arrugas que surcaban su frente, en el movimiento de su garganta al tragar saliva con brusquedad—. Eso resuelve tres de mis dudas. —Revisé el papel—. ?Cómo te va en el instituto?

—Me va normal, supongo.

—?Lo supones o lo sabes?

—Lo sé. ?Por qué te interesa?

—Nunca te veo estudiar.

—Tampoco es asunto tuyo.

Me di unos golpecitos con el dedo sobre el mentón. Y al final la miré.

De igual a igual. No como si ella fuera alguien que necesitara que la cuidasen y yo estuviera dispuesto a hacerlo. Vi miedo en sus ojos. Miedo porque ella sabía lo que iba a decirle.

—No quería tener que recordarte esto, pero tu hermano lleva un a?o matándose a trabajar por ti, para que puedas ir a la universidad, para que sigas adelante…

Cerré la boca ante el primer sollozo.

Me levanté, sintiéndome como la mierda, y la abracé. Su cuerpo se agitó contra el mío y cerré los ojos, aguantando, aguantando a pesar de que dolía, porque no pensaba pedir perdón por lo que había dicho, porque sabía que tenía que ser así.

Leah se apartó limpiándose las mejillas.

Me quedé a su lado, con los brazos sobre la barandilla de madera que cruzaba la terraza y el viento húmedo de la noche agitándose alrededor.

Recuperé mis anotaciones.

—Voy a seguir. —La tenía justo en el punto que quería; abierta en canal, temblando. Nada de esa coraza que usaba a todas horas—. ?Por qué ya no pintas?

Si no hubiese encontrado tantas cosas en sus ojos, podría haber separado lo que veía diseccionando las partes para intentar entenderla, pero no pude.

—No soporto los colores.

—?Por qué no? —susurré.

—Me recuerdan a ?antes? y a él.

Douglas Jones. Siempre lleno de pintura, de colores, de vida. En mi papel quedaban muchas más preguntas: ??Por qué no puedes aceptar lo que ha ocurrido??, ??Por qué te estás haciendo esto a ti misma??, ??Hasta cuándo crees que vas a estar así??. Lo arrugué en la mano y me lo metí en el bolsillo del pantalón.

—?Ya has acabado? —preguntó insegura.

—Sí. —Me encendí otro cigarro.

—Pensaba que lo habías dejado.

—Y lo he hecho. No fumo. No como el resto de la gente que sí fuma.

Entonces sonrió. Fue una sonrisa tímida y fugaz, todavía entre el rastro salado de las lágrimas, pero durante una milésima de segundo estuvo ahí, iluminando su rostro, tensando sus labios, dibujada para mí.

Alice Kellen's Books