Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(6)



Tampoco quería volver a hacerlo. Era mejor vivir así, aletargada, que con dolor. A veces había picos, alguna subida inesperada, como si algo intentase abrirse paso dentro de mí, pero lograba controlarlo, terminaba por hacerlo.

Era como tener delante una masa de pizza llena de imperfecciones y de protuberancias justo antes de decidirme a pasar el rodillo con fuerza hasta dejarla plana.

—?Estás preparada? —mi hermano me miró.

—Supongo que sí —me encogí de hombros.





AXEL

Tenía ganas de ir atrás en el tiempo tan solo para decirle a mi yo del pasado que era un gilipollas por pensar que ?no sería tan complicado?. Fue jodidamente complicado desde el primer minuto, cuando Leah puso un pie en mi casa y miró a su alrededor sin mucho interés. Tampoco había demasiado que ver: las paredes estaban desnudas y sin ningún cuadro a la vista, el suelo era de madera, al igual que casi todos los muebles, de diferentes colores y estilos, el salón estaba separado de la cocina por una barra y, según mi madre, la decoración era típica de un local de copas con aire isle?o.

En cuanto Oliver se marchó con el tiempo justo para llegar al aeropuerto, empecé a sentirme incómodo. Ella no pareció percatarse mientras se mantenía callada y me seguía para que le ense?ase la habitación de invitados.

—Aquí está. Puedes redecorarla o… —Cerré la boca antes de a?adir: ?O lo que sea que hagan las chicas de tu edad?, porque ella ya no era una de esas jóvenes risue?as que recorrían Byron Bay con sus tablas de surf a cuestas y sus vestidos veraniegos. Leah se había alejado de todo aquello como si de algún modo el recuerdo la conectase con el pasado—.

?Necesitas algo?

Me miró con sus inmensos ojos azules y negó con la cabeza antes de dejar la maleta sobre la cama peque?a y abrir la cremallera con la intención de empezar a sacar y colocar sus cosas.

—Para cualquier cosa, estaré en la terraza.

La dejé a solas y respiré hondo.

No iba a ser fácil, no. Dentro de mi caos, tenía una rutina muy marcada. Me levantaba antes del amanecer, tomaba una taza de café y salía a surfear o a darme un ba?o si no había olas; después me preparaba el almuerzo y me sentaba delante del escritorio para organizar el trabajo pendiente. Solía adelantar algo, un poco de aquí y otro tanto de allá, nunca lo hacía de una forma demasiado organizada a no ser que tuviese un plazo de entrega muy ajustado. Más tarde, llegaba la segunda y la última taza de café del día, normalmente mientras observaba el paisaje a través de la ventana. Aunque no se me daba mal cocinar, rara vez encendía el fuego para hacer algo, más por pereza que por otra cosa. Por la tarde todo seguía casi igual: más trabajo, más surf, más horas de silencio sentado en la terraza conmigo mismo, más paz. Después la hora del té, el cigarro de la noche y un rato de lectura o de música antes de irme a la cama.

Así que, el primer día que Leah llegó a casa decidí seguir mi rutina.

Pasé la tarde trabajando en uno de los últimos encargos, concentrado en construir una imagen a base de líneas, en redondear, perfilar y detallar hasta lograr el resultado perfecto.

Cuando dejé el bolígrafo y me levanté, me di cuenta de que ella todavía no había salido de la habitación. La puerta seguía tal y como la había dejado yo, entornada. Me acerqué, golpeé con los nudillos y la abrí despacio.

Leah estaba escuchando música tumbada en la cama con el cabello rubio despeinado sobre la almohada. Apartó la mirada del techo y se quitó los auriculares mientras se incorporaba.

—Perdona, no te había oído.

—?Qué escuchabas?

Pareció dudar, incómoda.

—Los Beatles.

Hubo un silencio tenso.

Me atrevería a decir que todo el mundo que conocía a los Jones sabía que su grupo de música preferido eran los Beatles. Yo recordaba veladas enteras en su casa bailando sus canciones y cantando a voz de grito. Cuando a?os más tarde empecé a hacerle compa?ía a Douglas Jones mientras pintaba en su estudio o en el jardín trasero, le pregunté por qué siempre trabajaba con música y él me contestó que era su inspiración; que nada nacía de uno mismo, ni siquiera la idea base, pero sí el cómo plasmarla. Me explicó que las notas le marcaban el camino y las voces le gritaban cada trazo. Por aquel entonces, yo solía imitar cada cosa que Douglas hacía, admirado por sus pinturas y por su facilidad para sonreír a todas horas, así que decidí seguir sus pasos e intenté buscar mi propia inspiración, una que me traspasase la piel, pero jamás la encontré y, quizá por eso, a medio camino, terminé tomando un desvío inesperado que me llevó a hacerme ilustrador.

—?Te apetece pillar alguna ola? —pregunté.

—?Surfear? —Leah me miró tensa—. No.

—De acuerdo. No tardaré en volver.

Recorrí intranquilo los pocos metros que separaban mi casa del océano, fijándome en la bicicleta de color naranja que descansaba apoyada en la barandilla de madera de la terraza. Oliver la había dejado ahí tras descargarla del coche; era tan solo un objeto, pero un objeto que denotaba cambios que todavía no había asimilado.

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