Ciudades de humo (Fuego #1)(14)



—No.

—Yo tampoco a la que aparece en el mío. ?Por qué crees que so?amos eso?

—No lo sé. Pero ahora mismo no me importa.

Y, sin decir nada más, ambas se volvieron a quedar en silencio. Alice se atrevió por fin a cerrar los ojos y, por suerte, se quedó dormida enseguida.



*



Miraba a su alrededor con curiosidad. Todo era blanco. Sus ojos parpadearon por la repentina intensidad y se cerraron un breve momento. Cuando volvió a abrirlos, ya no dolía. No había nada malo. De hecho, se sintió a salvo. Algo le rozó la mano y sus dedos lo aferraron con tanta fuerza como pudo. Escuchó un ruido suave y dirigió la mirada hacia aquello.

Había una mujer a su lado, y descubrió que lo que estaba agarrando era su dedo. Apretó con más fuerza y ella sonrió. Sintió que sus labios se movían y profirió un suave murmullo que no logró entender pero que hizo que se calmara al instante.



*



Alice abrió los ojos de golpe y se quedó mirando a su alrededor. Tenía el pelo pegado a la cara y le temblaba todo el cuerpo. ?Dónde estaba?

Entonces lo recordó. 42 dormía a su lado. Alice volvió a dejarse caer contra el asiento del coche y se frotó los ojos.

?Por qué había cambiado el sue?o? Era la primera vez que lo veía con tanta claridad. Se miró la mano, más grande y menos regordeta que la que acababa de ver, y casi pudo sentir sus pu?os apretándose y agarrando el dedo.

Bajó del coche, lo rodeó y se sentó en el suelo, pasándose una mano por el pelo. Había metido el revólver en el bolsillo del mono. Lo alcanzó y lo miró con curiosidad. Tensa, intentó tocar todo lo que no fuera el gatillo, pero seguía sin saber cómo diablos funcionaba.

—Me muero de hambre —murmuró 42, apareciendo a su lado con cara de sue?o.

—No sé cómo se usa esto, ni qué podemos comer.

—Pero... tengo hambre.

—?Crees que yo no? —bufó Alice impaciente—. Tenemos que aprender a usar esto y luego preocuparnos de conseguir comida y agua. Además, hasta dentro de unos días no necesitaremos comida con urgencia.

—?Días? —42 se quedó pálida.

Alice no sabía qué decirle. Entendía que no se creyera la situación o que no fuera consciente de ella, pero no podían permitirse permanecer allí mucho tiempo.

—Y ?cuándo volveremos a casa? —preguntó 42.

—?A casa? ?Qué casa?

—?A casa! —La chica se puso a lloriquear—. ?No quiero seguir aquí!

—?No hay casa a la que volver! ?No lo entiendes?

42 se dio la vuelta y echó a correr hacia el bosque. Alice suspiró, dejó las cosas y la siguió. Era bastante más rápida que ella, así que no le resultó muy difícil alcanzarla. La joven se había detenido al lado de un arroyo y estaba vomitando, agachada. Alice apartó la mirada. Nunca había visto a nadie devolver y el olor no le gustó. Ni la forma en que su cuerpo se contrajo. Pero se mantuvo a su lado de todas formas. No quería dejarla sola.

42 estuvo un buen rato así, de rodillas, llorando y sacando bilis. No podía asimilar la situación. Alice le acarició la espalda y trató de calmarla. Al final, por suerte, el mimo de su amiga pareció surtir efecto.

—?Mejor? —preguntó.

42 se sorbió la nariz.

—Mejor.

Hubo un momento de silencio cuando ambas se quedaron sentadas en el suelo, mirando el agua del arroyo.

—?Tú también has tenido un sue?o distinto? —preguntó 42 al final, algo más tranquila.

Ella la miró y asintió con la cabeza.

—?Por qué crees que será?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Vamos, déjame ayudarte. Volvamos al coche.

—Está bien. Escucha, siento haber reaccionado así. Es que...

—No pasa nada —le aseguró Alice.

—Ojalá fuera tan fuerte como tú.

?Fuerte? Alice no se sentía fuerte. Ni por asomo.

42 se puso de pie con su ayuda y las dos volvieron andando al coche, que a Alice le dio la sensación de que estaba mucho más lejos de lo que recordaba.

Justo cuando lo vio, escuchó un ruido a sus espaldas. Enseguida asumió que era 42. Lo que no se esperaba era que, al volverse, la vería corriendo otra vez en dirección al arroyo. Alice la miró, confundida, pero lo comprendió perfectamente en cuanto vio a lo lejos a dos hombres que se dirigían hacia ellas.

—?Tienen que ayudarnos! —suplicó 42 al llegar a su altura. Estaba llorando, y se postró de rodillas delante de ellos—. ?Por favor! ?No tenemos adónde ir! ?Nos van a...!

Los hombres la agarraron de ambos brazos para ponerla en pie. 42 sonrió, esperanzada, pero esa ilusión se esfumó en cuanto, sin siquiera mirarla, uno de ellos le levantó la camiseta por encima del ombligo. Allí estaba la marca de androide. 42 tenía su número tatuado en color negro, como todos. Alice sintió que el suyo cosquilleaba ligeramente bajo el mono gris ceniza.

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