Ciudades de humo (Fuego #1)(11)



—?Qué haces? —preguntó la otra, casi gritando—. ?Tenemos que avisar a alguien!

—No..., no podemos ir por aquí.

—?Claro que podemos, mira!

Ella abrió la boca para replicar, pero 42 pasó por su lado y terminó de bajar la escalera. Apenas hubo tocado el pabellón inferior con la punta de los pies, volvió atrás, pálida, y miró a Alice con los ojos llenos de lágrimas.

—Están... están todos...

—Tranquila —no quería que lo dijera en voz alta. Allí dormía también su padre. ?Estaría...? No. No quería pensarlo. Sin duda él estaría bien—. ?Queda alguien vivo?

—No, pero no hay otro camino —murmuró 42, a punto de llorar—. Tenemos que pasar sí o sí.

Alice se frotó la cara con las manos. El revólver cada vez le parecía una opción más útil, aunque al final se limitó a asentir una vez con la cabeza.

—Tú, sígueme. Y no mires al suelo, ?vale? Solo a mí.

—Pero...

—La mirada clavada en mi nuca, 42. ?Puedes hacer eso?

Le sorprendió su propio tono autoritario. Ni siquiera sabía que lo tuviera. Pero al menos funcionó, porque su compa?era asintió con la cabeza.

—Vale.

Bajó la escalera y 42 se apresuró a seguirla con la mirada clavada en su nuca. Alice no estaba segura de cómo conseguiría seguir, teniendo en cuenta que estaba tan asustada como ella. De todas formas, tomó una bocanada de aire, intentó que el miedo no se apoderara de toda su fuerza de voluntad y cruzó el pasillo con la vista al frente a pesar del característico olor que flotaba a su alrededor. Olor a metálico. A humedad. A sangre.

—43 —susurró su compa?era.

Alice se puso en guardia, pero 42 solo estaba se?alando un punto del suelo.

Eran dos mujeres vestidas como los invasores de su habitación. Llevaban ropa extra?a para las androides, unos monos de cuerpo entero que, al fijarse más de cerca, se dieron cuenta de que no eran negros, sino gris ceniza. Ambas mujeres estaban tumbadas en el suelo, una todavía sujetaba un arma sobre su pecho, la otra yacía boca abajo.

—Se han defendido —susurró 42 como si fuera difícil de creer—. Los de nuestra zona se han defendido.

Alice, de manera instintiva, supo qué hacer.

—Tenemos que ponernos su ropa.

—?Qué? —gritó la otra horrorizada.

—Si nos ven descalzas y en camisón nos atraparán enseguida. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.

—?Salir de aquí? ?De la zona? ?Te has vuelto loca?

—Ya te lo explicaré cuando logremos huir. Solo confía un poco en mí.

En realidad, lo que Alice quería hacer era encontrar a su padre y escapar los tres. Pero incluso ella sabía que no era una buena idea. Antes de proteger a alguien, tenía que salvarse a sí misma.

—Están cubiertas de sangre —susurró 42.

Alice se separó de ella, se aseguró de que nadie las veía y tomó del tobillo a una de las mujeres. La chica parecía estar a punto de vomitar cuando agarró a la que estaba boca abajo. Las metieron en los lavabos del pasillo y se empezaron a cambiar de ropa. Alice advirtió que casi todo le quedaba grande, pero no era nada comparado con 42. Era tan bajita y delgada que parecía una mu?eca de trapo vestida con ropa de guerra. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras intentaba no mancharse.

Y, entonces, 42 le dio la vuelta a la mujer para desabrochar mejor las botas y retrocedió enseguida, soltando un grito.

—?Silencio! —le espetó Alice sin poder contenerse.

Cuando miró abajo, deseó no haberlo hecho. Alguien había disparado a esa mujer en la cara y ahora parecía cualquier cosa menos una persona. Solo un cráneo aplastado, astillado y sanguinolento. Sintió una náusea subiendo por su garganta y se tapó la boca.

Pero no podían perder el tiempo, y menos después de ese grito.

—No la mires —le dijo a su compa?era, recuperando la compostura—. Quítale las botas y ya está.

—No puedo... No...

—?Hazlo de una vez!

No le gustó gritarle. Nunca había hablado así a nadie. Pero consiguió que 42 reaccionara. Siguió llorando, pero al menos le quitó los zapatos.

Alice terminó de atarse las botas y la esperó. Cuando estuvieron listas, se ataron el pelo, como cada ma?ana. Deseó poder decirle algo a 42 para tranquilizarla, pero no supo qué.

Al terminar de peinarse, Alice agarró el revólver y respiró hondo. Fingió tener más seguridad en sí misma de la que tenía en realidad y, sin tener otra opción, bajaron al piso inferior.

Las sorprendió encontrar las luces encendidas y ningún cuerpo en el suelo. Aceleraron el paso y miraron en cada habitación —los científicos tenían dormitorios individuales—, pero no encontraron a nadie. Ese pabellón estaba vacío. 42 pareció relajarse un poco.

Joana Marcus's Books