Cuando no queden más estrellas que contar(3)



Quizá por ello, los bailarines apenas nos relacionamos con otras personas fuera de nuestro universo de mallas y puntas. Entre nosotros nos entendemos, nos comprendemos. Convivimos la mayor parte del tiempo, ya sea entrenando, ensayando o durante las giras.

—?Buenos días! —saludé.

—Buenos días —dijo Matías.

Rodrigo se puso de pie y acercó una silla a la mesa.

—?Te apetece un café?

—No, gracias. Lo último que necesito hoy es un chute de cafeína.

Miré a mi alrededor, buscando mi bolso, y lo localicé sobre el sofá. Después me acerqué a la mesa y tomé la manzana que Matías me ofrecía. Siempre tan atento. Le di las gracias con una sonrisa y un besito en los labios.

—Hoy es el gran día —me dijo.

—O el peor de todos —respondí.

—No pienses eso, Maya. Seguro que irá bien.

Lo miré a los ojos. Matías era mi mejor amigo, el único al que podía contárselo todo y no sentir que me juzgaba. Con el que compartir mis preocupaciones y la sensación de soledad inherente al espíritu competitivo de esta disciplina. Al que podía mostrarle mis lágrimas y cada carencia impresa en mis huesos y en el corazón.

—Es lo único que sé hacer bien, no puedo perderlo.

—Y no lo perderás. Como mucho, puede que Natalia te coloque en el cuerpo de baile hasta que recuperes el ritmo y te sientas segura. Después volverá a promocionarte para bailarina principal.

—?Lo crees de verdad?

—Claro, desde que entró como directora de la compa?ía, hizo todo lo posible para que formaras parte del elenco. Te seguía la pista desde el conservatorio.

Asentí con el deseo crudo y feroz de que tuviera razón.

Empecé a bailar a los cuatro a?os y no había hecho otra cosa desde entonces. Incluso había sacrificado otros estudios para dedicarme en exclusiva al ballet. Escalando día a día una cima para la que todos me creían predestinada. Tenía lo necesario para lograrlo. Y aunque el fantasma de una lesión es algo que siempre nos persigue a todos los que formamos parte de este mundo, nunca pensé que a mí me ocurriría, y menos de un modo tan absurdo.





2




Me despedí de Matías y Rodrigo, y abandoné el piso.

Con el estómago revuelto, me obligué a comerme la manzana mientras bajaba los tres tramos de escaleras hasta la calle. Fuera, el sol brillaba en un cielo despejado. Solo eran las nueve de la ma?ana, pero ya empezaba a notarse el calor. El verano irrumpía con fuerza en Madrid y junio avanzaba con unas temperaturas demasiado altas para esas fechas.

Caminé mientras me ponía los auriculares y escogía al azar una lista de música en mi teléfono. Llegué a Lavapiés y bajé las escaleras hasta la estación de metro para dirigirme al hospital 12 de Octubre. Treinta minutos después, cruzaba la puerta principal del Centro de Actividades Ambulatorias y me encaminaba al bloque D con un nudo en la boca del estómago.

Saqué el tique con el horario de mi cita y fui a la sala de espera.

Frené en seco al verla sentada frente a la puerta de la consulta, de espaldas a mí. Tan recta. Tal altiva. Llevaba el cabello rubio recogido en un mo?o perfecto, ni muy apretado ni muy suelto, en el que no había un solo pelo fuera de su lugar. Unas gafas de sol le cubrían gran parte de la cara, pero yo sabía que bajo esos cristales oscuros había unos ojos verdes y fríos maquillados con tanta pulcritud como sus labios rojos.

Olga Yarovenka, mi abuela. La mujer que me había criado desde que mi madre me abandonó cuando yo solo tenía cuatro a?os, porque lo de cuidar de su propia hija le venía grande.

Se puso en pie nada más verme.

—Llegas tarde —me espetó.

—?Qué haces aquí?

—Anoche no fuiste a dormir.

—Salí con Antoine, se hizo tarde y me quedé en su casa.

—Ya veo lo mucho que te preocupa esta cita. Tu vida pende de un hilo y te dedicas a salir con ese ga?án que se cree el nuevo Serguéi Polunin.

Su tono de desprecio me espoleó como un latigazo.

—?Cómo puedes decir que no me preocupa? Quiero más que nadie seguir bailando.

—Y no habrías dejado de hacerlo si me hubieras hecho caso. Pero crees que sabes mejor que yo lo que te conviene, y mira dónde has acabado.

—Fue un accidente fortuito, nunca ha tenido nada que ver con mis decisiones.

Abrió la boca para replicar, pero la voz de la enfermera la interrumpió.

—?Maya Rivet Yarovenka?

—Nosotras —respondió mi abuela.

—?No han visto el número en la pantalla?

—Perdone, nos hemos distraído —intervine.

La enfermera nos indicó que entráramos en la consulta y mi abuela pasó primero.

Por un momento, pensé en pedirle que saliera y esperara fuera. Después de todo, yo era una persona adulta que podía exigir privacidad. No tuve el valor y las palabras murieron en mi boca. Mi abuela no era una persona a la que contradecir y enfrentarse, podía doblegarte con una sola mirada. Yo lo sabía por propia experiencia. Había vivido bajo su mano de hierro toda mi vida.

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