Cuando no queden más estrellas que contar(10)



—Me parece bien. Pero ?qué pasa con el sexo?

—El sexo está sobrevalorado.

—Eso solo lo diría alguien que no ha echado un buen polvo en su vida.

Fruncí el ce?o y le di un manotazo en el pecho.

Matías rompió a reír y me abrazó con fuerza contra él. Me encantaba su risa, suave y susurrada, y la forma en que sus brazos me sostenían. Mi ni?o. Mi refugio.

La gente pasaba a nuestro alrededor.

El mundo continuaba moviéndose.

El tiempo avanzaba inexorable.

La inmensidad del universo nos envolvía y, en ese espacio infinito, mis problemas y yo no éramos más que un punto invisible.

Era aterrador sentirse tan insignificante.





6




Al día siguiente, mi abuela cambió su estrategia de tortura y se dedicó a ignorarme. Hacía como si yo no existiera y lo llevó a tal extremo que, a mediodía, no había un plato en la mesa para mí.

Mentiría si dijera que no me dolió, porque lo hizo.

Matías me había dicho en alguna ocasión que lo que Olga hacía conmigo podía considerarse maltrato. Nunca quise escucharlo. La mera idea me parecía atroz. Mi abuela siempre había sido muy severa conmigo, cierto, pero lo hacía para motivarme. Me empujaba a trabajar duro dentro de un mundo muy competitivo en el que, para ganarte un nombre, no puedes conformarte con ser solo buena.

Los problemas entre nosotras surgieron cuando yo empecé a tener mis propios sue?os. Deseos que no coincidían con los suyos y que yo acababa sacrificando para complacerla. Así que, de una manera u otra, ella siempre se salía con la suya y yo me conformaba con tal de evitar discusiones.

Puede que por inercia.

Puede que por costumbre.

Puede que Matías tuviera razón y en realidad siempre la había temido.

Mis abuelos eran mi única familia cercana, las personas con las que había crecido. Cuando yo nací, mis dos tíos, hermanos mayores de mi madre, ya vivían fuera de Madrid y solo nos visitaban en Semana Santa y Navidad. Nunca tuve mucha relación con ellos ni sus familias.

No tenía a nadie más que mis abuelos y la posibilidad de perderlos y quedarme sola me había aterrado desde muy peque?a. Si a mi madre le había costado tan poco dejarme, ?por qué no a ellos? Ahora, ese miedo comenzaba a diluirse bajo otra cosa. Amor propio, dignidad, no estaba segura. Lo único que sabía era que no merecía un trato tan humillante. No había hecho nada malo y, durante los últimos seis meses, mi abuela había logrado que viviera un infierno de reproches y comentarios hirientes.

Carmen me lanzó una mirada apenada desde la mesa, mientras ayudaba a comer a mi abuelo, y yo le sonreí para que no se preocupara por mí. Regresé a mi cuarto con un vacío inmenso que parecía colarse por todas partes. Encendí el móvil y de golpe entraron un montón de notificaciones.

Me sorprendió encontrar un par de mensajes de Sofía, pero los borré sin molestarme en leerlos. Tarde para la sororidad.

Un número desconocido me había escrito una decena de veces. Abrí la conversación y un sabor amargo se pegó a mi lengua. Era Antoine. Lo borré todo y bloqueé el número.

Vi un par de llamadas perdidas de Natalia y se me aceleró el corazón. Le envié un mensaje, preguntándole si podíamos vernos esa misma tarde. Me respondió que sí y quedamos a las seis en las instalaciones de la compa?ía. Debía hablar con ella lo antes posible y explicarle que esa recuperación que ambas habíamos estado esperando no se iba a producir. No más proyectos. No más planes. Al menos, no conmigo.

Me tumbé en la cama, me puse los auriculares y abrí Spotify. Cerré los ojos. Empezó a sonar una canción, luego otra, y dejé que me llenasen. Me perdí en las notas, en la melodía, y, sin darme cuenta, acabé poniéndome en pie al ritmo de la música.

Sin ser consciente de mí misma.

Sin preocuparme de cómo me movía.

Solo me dejé llevar y volé. Subí muy alto y continué ascendiendo mientras mis brazos se agitaban y mi cuerpo se contorsionaba. Mi corazón se sacudía y mis pulmones se contraían.

Sentí el sabor salado de las lágrimas.

Giré sobre las puntas de mis pies.

Una vez más.

Y otra.

Quizá, si las deseaba con más fuerza, aparecerían.

Apreté los párpados y mis movimientos se convirtieron en una danza rabiosa.

Y, durante un segundo, casi las noté bajo la piel, abriéndose paso en mi espalda.

Casi.

Mis alas invisibles.

Las que me sacarían de allí y me harían libre.

Como la hicieron a ella.

Y yo deseaba tanto la libertad...





7




A los cuatro a?os.

Entré en la academia de la mano de mi abuelo, que me había recogido en el colegio. Me dio un beso en la cabeza y volvió a salir para hacer unos recados. Yo seguí el sonido de la música hasta el aula y entré sin hacer ruido. Mi abuela solía enfadarse mucho cuando interrumpían sus clases.

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