El mapa de los anhelos(9)



—Dale recuerdos de mi parte.

Monto en la bicicleta y me dirijo hacia el centro de la ciudad. Han pasado casi ocho meses desde que Olivia dejó de dirigirme la palabra, pero mi madre ni siquiera se ha dado cuenta de que ya nunca aparece por casa. Mejor. Así no tengo que mentirle cuando me pregunte qué es lo que ha ocurrido entre nosotras.

Me dirijo hacia la calle que está escrita en el sobre y ato la bici a una farola cuando estoy cerca. La mayoría de los establecimientos de la zona ya han cerrado. Busco el número y, entonces, al llegar frente a una puerta negra, descubro que no se trata de una vivienda particular, sino de un pub llamado Zinrock que acaba de abrir sus puertas para empezar la jornada. Entro. El camarero es un hombre de unos treinta a?os con los brazos llenos de tatuajes. ?Will? Quizá. No lo he visto antes, eso seguro. Levanta la barbilla cuando ve que me acerco a la barra y arquea las cejas. Imagino que los clientes suelen aparecer cuando cae la noche y le sorprende mi actitud cautelosa mientras lo estudio tanto a él como el entorno, aunque el lugar no tiene nada de especial: parece el típico local al que acuden los jóvenes a tomarse unas cuantas cervezas para finalizar el día.

—?Will Tucker?

—?Quién lo pregunta? —Me mira de arriba abajo—. No estaba al tanto de que Will se relacionase con otros seres humanos. Qué sorpresa más inesperada.

Se ríe de su propio chiste, aunque está claro que no lo he pillado.

—?Sabes dónde puedo encontrarlo? Tengo que hablar con él.

Su mirada abandona mi rostro y se desplaza algo más allá.

—Mira, ahí lo tienes —dice, y luego se dirige a él—: Llegas tarde otra vez.

La respuesta no es un ?lo siento? o ?no volverá a ocurrir?, sino una especie de gru?ido malhumorado, mientras yo me giro para encontrarme con un completo desconocido.

Si tuviese que describirlo como haría cualquier persona normal diría: cabello oscuro, rasgos duros, demasiado alto para mi gusto, ojeras bajo unos llamativos ojos verdes, ce?o fruncido, hombros en tensión cobijados por una cazadora negra que me recuerdan a los de una estrella del equipo de fútbol de alguna universidad. Su belleza resulta un poco frívola, como la cáscara vacía de un bonito y colorido huevo de Pascua.

Pero si tuviese que decir lo que evoca su presencia sería: granos de maíz sobre una sartén convirtiéndose en palomitas, una mariposa azulada a punto de morir, agua fresca cayendo por la ladera de una monta?a, polos de menta, nubes cirros. Y lo más importante: casi puedo ver su aura púrpura y melancólica flotando tras él.

Pasa de largo como si fuese invisible.

—Había tráfico —dice.

—Venga ya, Will. —Los tatuajes parecen cobrar vida cuando alza los brazos para colocar en la estantería algunas botellas—. Tienes visita.

Entonces sí, entonces me mira.

Y parece tan descolocado como si su compa?ero le hubiese dicho que ha aterrizado en la puerta un ovni.

—?Quién demonios eres?

?Y mira tú qué simpático?.

Cojo aire. O valor. Lo mismo es.

—Me llamo Grace. Vengo de parte de Lucy Peterson.

—Lucy… —Se pasa una mano por el pelo, inquieto—. ?Cómo está?

Así que no lo sabe.

?Quién puede ser tan importante para mi hermana como para hacerlo partícipe de un juego a pesar de que, como es evidente, no hablaba con él a menudo?

Busco las palabras adecuadas con la esperanza de encontrar la manera más suave de decirlo, pero ?a quién pretendo enga?ar? Es una batalla perdida.

—Murió hace cuatro meses.

Will parpadea, primero incrédulo y después dolido. Traga saliva y aprieta los dientes. Ha dejado de mirarme.

—Joder —masculla.

Y luego sale del local.

Cesa el tintineo de las copas que el hombre de los tatuajes estaba colocando y el silencio se abre paso. Lanza sobre su hombro el trapo que llevaba en la mano y me observa cauteloso.

—?Quién has dicho que eras?

—No es asunto tuyo.

—Oye, espera…

Pero no le hago caso. Al fin y al cabo, esto es entre Will y yo. Abro de un tirón la puerta y salgo. El frío me muerde la piel. No hay rastro del chico de los ojos verdes. Se ha esfumado. Deambulando por la calle con el paquete contra el pecho, me cruzo con algunos transeúntes: un hombre con un ramo de flores, una mujer que pasea a un perro de patas cortas, un par de quincea?eros. Ninguno es él. Estoy a punto de rendirme cuando, de pronto, al cruzar delante de un semáforo, lo veo sentado en los escalones de una vivienda adosada que se encuentra en un callejón sin salida.

No llora. Tan solo contempla ensimismado la pared de enfrente. Por un instante, me recuerda a uno de esos bustos de piedra que estudiaba en la clase de Historia del Arte cuando iba al instituto. A él también se le ondula un poco el pelo en la zona de las sienes y la nuca. Y parece estar hecho de mármol, granito o algún otro material duro.

—?Se puede saber qué pasa contigo? —Avanzo hacia el interior del callejón cabreada, y él alza la vista con pasmosa lentitud—. Tengo mejores cosas que hacer que ir persiguiéndote por ahí. —Es mentira, claro, pero una tiene su orgullo.

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