El mapa de los anhelos(7)



—Es de Lucy —me corta con la voz ronca.

No me muevo. El abuelo sale del salón mientras lo sigo con la mirada y regresa un par de minutos más tarde sosteniendo en las manos una caja envuelta con suave papel dorado y un pomposo lazo que parece resguardar un sobre morado en el que hay algo escrito, pero no llego a leerlo porque me tiende otro de color lila en el que puede leerse ?Grace? y, antes de ser consciente de lo que esto significa, ya estoy rasgando el papel con las manos temblorosas y el corazón desbocado.

—Te dejo a solas —dice el abuelo.

Tengo la boca tan seca que no consigo responder antes de que salga del salón. Y allí, junto a los restos del pastel de limón y el olor a cera de las velas de cumplea?os, me reencuentro con mi hermana. No es ella. No en carne y hueso, al menos. Pero no hay duda de que la caligrafía alargada es suya, dolorosamente suya, y tengo que hacer un esfuerzo para leer porque veo borroso por culpa de las lágrimas.



No existe una manera correcta de empezar esta carta. He probado desde el típico ?si estás leyendo esto, significa que estoy muerta? hasta intentar ser graciosa o estúpidamente profunda, pero todo suena forzado. Así que tendrás que conformarte con esto, peque?a Grace.

Siempre me gustó llamarte así. Creo que se debe a esa fantasía irreal en la que ejerzo de hermana mayor y tú buscas mi experiencia para hablar de chicos o amistades, estudios o inquietudes. ?Te imaginas? Podría haber usado frases como ?ya te dejaré ese lápiz de ojos cuando cumplas los quince? o cosas por el estilo, pero las dos sabemos que eso nunca sucedió. En la práctica, tú has ido un paso por delante, con independencia de la edad.

Por eso me quedo con el apelativo cari?oso, al menos. Y supongo que también explica que tengas esta carta en las manos. Resulta que estoy lista para despedirme del mundo, pero no de ti. Todavía hay demasiadas cosas que me gustaría haberte dicho o vivido a tu lado. Me encantaría que hubiésemos podido seguir creciendo juntas, pero no soy tan ingenua como para no darme cuenta de que el final está cerca. Lo curioso es que, conforme se me acaba el tiempo, los días me parecen más largos y monótonos atrapada en esta cama. Y pienso mucho. Pienso demasiado porque no tengo otra cosa que hacer, aparte de ganar sin esfuerzo cada vez que alguien se decide a hacerme compa?ía y coger una baraja de cartas o abrir un tablero. Así que un día tuve una idea brillante: ??Por qué no crear mi propio juego??. Uno que fuese único, distinto y en el que pudiese vivir de alguna manera cuando ya no esté.

Así que lo hice. Lo hice para ti.

?El mapa de los anhelos?.

He tenido la inmensa suerte de contar con la ayuda del abuelo. Si te ha dado el paquete, significa que por fin piensa que es el momento adecuado y se ha decidido a hacer ese viaje a Florida que lleva a?os posponiendo. Por favor, dale un beso de mi parte y dile que lo quiero y que espero que disfrute de cada instante.

Peque?a Grace, hace mucho tiempo tú me salvaste una vez. Ahora me toca a mí hacer algo por ti. Nada de saltarte las reglas, que ya nos conocemos. Sigue todas y cada una de las instrucciones del juego.

Y hazle caso a Will.

Con amor, Lucy.



Parpadeo varias veces. Aún estoy conmocionada. Vuelvo al principio para releerla más despacio, saboreando cada palabra y deteniéndome en los puntos y las comas. Pero cuando llego al final sigo igual de confundida.

Porque, para empezar, ?quién demonios es Will?





3


Will Tucker


Esta es la situación: estoy sentada delante de una caja que, en teoría, esconde ?El mapa de los anhelos? y no puedo abrirla. Lo mismo ocurre con el sobre morado que sostengo en la mano y que no dejo de mirar desde todos los ángulos, deseando tener el superpoder de ver a través de la materia para poder leer la carta que hay en su interior.

En letras grandes y mayúsculas pone: ?Will Tucker?.

Y un poco más abajo hay una dirección. La calle me suena, sé que está por el centro de Ink Lake, apenas tardaría veinte minutos en plantarme allí con la bicicleta si me decidiese a levantarme y ponerme en marcha, aunque eso no parece probable.

Me siento paralizada.

Tengo la extra?a sensación de que Lucy está y no está aquí al mismo tiempo. Resulta inquietante, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que me he esforzado durante estos meses para no pensar en ella, para no recordarla, para no llorar cada día.

—No lo entiendo —repito otra vez.

—Puede que esa sea la clave, Grace.

—Pero, vamos a ver, ?por qué no me dijo nada? Nosotras nos los contábamos todo. O casi todo. Quiero decir: ella lo hacía, al menos.

—Ah, así que tú podías tener secretos, pero Lucy, no. —El abuelo alza una ceja en alto y después suspira—. Voy a preparar café.

—El mío doble, por favor.

Sé lo que ha insinuado antes de salir del salón, pero, claro, él no entiende que en ocasiones me parecía una crueldad contarle a Lucy que esa misma noche me iba a una fiesta o que había quedado con algún chico, así que tenía mis secretos, sí. Lo hacía por ella. Por ella y por mí, porque odiaba la culpa que sentía cuando me marchaba y ella tenía que quedarse en el hospital con todas sus células, las suyas y las mías, librando una batalla agotadora junto al ejército de corticoides que le provocaban ese color de piel oliváceo, la hinchazón en el rostro o el picor en la piel y la descamación.

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