El mapa de los anhelos(2)



?Tengo muy buena memoria y demasiado tiempo para pensar?, solía decir cuando le preguntaba cómo era posible que adivinase todos y cada uno de mis movimientos cuando nos enfrentábamos delante de cualquier tablero. En lugar de responder, me limitaba a volver a repartir las fichas.

Separar a Lucy de su enfermedad era como coger varios pegotes de pintura al óleo, mezclarlos y luego intentar restaurar los colores. Las dos formaban una enredadera, con sus flores y sus espinas: en ocasiones la primavera ganaba la batalla y Lucy resplandecía durante una temporada, pero el invierno regresaba tarde o temprano.

?Debería haberse curado?, decía papá.

Para ser precisos, técnicamente lo hizo. Se curó. Pero unos meses después le diagnosticaron EICH, la enfermedad de injerto contra huésped. O lo que es lo mismo: una complicación grave tras el trasplante alógeno que se resumía en la lucha incansable de mis células contra el sistema inmunitario de Lucy. Empezaron a darle corticoides e inmunodepresores para evitar que rechazase el trasplante, pero, como contrapunto, sus defensas se debilitaron tanto que siempre estaba expuesta ante cualquier infección oportunista, desde neumonías hasta múltiples infecciones de orina.

Cuando hablaban de ello, tan solo era capaz de pensar en un pu?ado de lombrices retorciéndose.

Lo fascinante de Lucy era que, a pesar de todo, no estaba enfadada con el mundo por lo que le ocurría. Cuanto más aceptaba ella su enfermedad, más me molestaba que lo hiciese. La gran pregunta siempre flotaba a mi alrededor: ??Por qué??. Mi abuelo dice que, ya desde peque?a, se veía venir que aquello se convertiría en un problema, porque viví con intensidad esa etapa en la que los ni?os se lo cuestionan todo. ??Por qué no pueden existir nuevos colores??, ??por qué las vacas tienen manchas negras y no violetas??, ??por qué todos los chicos de clase llevan el pelo corto??, ??por qué los pepinillos se llaman pepinillos??, ??por qué el agua del mar es salada??.

En la actualidad, sigue colgado en la pared de mi habitación el primer papelito que escribí, en el que puede leerse ??POR QUé??. Todos los demás han ido cambiando con el paso de los a?os: hubo una época en la que me obsesioné con la palabra ?pizpireta? y otra en la que no podía dejar de pensar en la belleza que encerraban ?azahar?, ?escarabajo? o ?buganvilla?. Mi pared es una serpiente que va mudando de piel.

Sin embargo, la gran pregunta permanece. Da igual el tiempo que pase, sobrevive bajo la lluvia y no la perturban el frío ni las altas temperaturas. Es inamovible.

??Por qué Lucy tuvo que estar enferma??.

Cualquiera dirá: ?Pues porque sí, porque la vida es así, porque el mundo es un lugar aleatorio y caótico, no hay reglas ni estadísticas que valgan. Así que deja de darle vueltas, arranca el dichoso papelito de la dichosa pared y acéptalo de una vez por todas?.

Pero, como no soy cualquiera, sigo en mis trece.

?Estaba escrito? ?Hay un código secreto para cada uno de nosotros en el inmenso universo tan intrincado como el propio ADN? ?Podríamos cambiar nuestro destino si lográsemos adivinar lo que va a ocurrir en el futuro? ?Es posible que algún ser superior y divino decida que una ni?ita de dos a?os merece enfrentarse al cáncer, a una inundación, a morir de hambre o a cualquier otra desgracia por el estilo?

Mamá me contó en una ocasión cómo empezó todo: fue por culpa de unas petequias. La peque?a barriga de Lucy se llenó de puntitos rojizos y, después, llegaron los hematomas. ??Te has caído??. ?No?, decía ella. ??Un ni?o te ha pegado en el parque??. Y volvía a negar con la cabeza. Tras una visita rutinaria al pediatra terminó ingresada en el hospital y allí comenzaron a hacerle pruebas.

El diagnóstico fue rápido. También la quimioterapia. Y mi llegada triunfal al mundo, con todas esas esperanzas puestas en unas cuantas células.

La felicidad duró poco.

Si echo la vista atrás, creo que crecí en el interior de un palacio abandonado que se derrumbó hasta convertirse en un montón de ruinas.

Mis padres se habían conocido en una fiesta de la empresa para la que trabajaban y en esa época imagino que el salón del palacio imaginario estaría en todo su esplendor, con lámparas de ara?a y paredes revestidas con papel pintado mientras ellos bailaban en el centro: él siempre fue un hombre muy atractivo (lo decían constantemente las vecinas y las amigas de mamá) y ella era inteligentísima. Juntos, formaban un equipo perfecto: cuando su unión se consolidó, celebraban barbacoas en el jardín y eran considerados ?una pareja interesante?. A mí se me ocurren pocos halagos más maravillosos que ese: ser interesante.

Ambos eran agentes inmobiliarios.

Papá encandilaba a los compradores con su simpatía, su sonrisa blanca y perfecta, sus gestos seguros y esa seducción estilo a?os cincuenta que emanaba sin esfuerzo.

Pero ella era mucho mejor. A mamá la apodaban ?Rosie, el tiburón?. Los clientes se convertían en presas cuando caían en sus manos. Lograba emparejar cada casa con sus potenciales compradores. Había vendido viviendas en ruinas, otras con fama de estar encantadas e incluso un par en las que se habían cometido asesinatos. Fue nombrada dos veces consecutivas como la mejor agente inmobiliaria del estado y en las galas navide?as que se celebraban en la ciudad siempre deslumbraba.

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