Cuando no queden más estrellas que contar(16)



Me entraron ganas de vomitar.

Aun así, era el piso más decente que había encontrado hasta ahora; y lo más importante, podía permitírmelo. Si aprendía a no respirar, vivir allí podría estar bien.

Matías, que se encontraba a mi espalda, debió de notar ese atisbo de determinación en mi postura, porque me agarró por el brazo y me hizo retroceder.

—Gracias por ense?arnos el piso, tío. Vamos a pensarlo y te diremos algo —dijo en tono alegre mientras me arrastraba hacia la puerta.

—Que sea pronto, hay muchos interesados.

—Claro, no te preocupes.

Salimos al rellano de la escalera y Matías logró cerrar la puerta al tercer tirón. Me hizo bajar los cuatro pisos a toda prisa. Una vez en la calle, me soltó y me miró muy serio.

—?Te has vuelto loca? ?De verdad estabas pensando en quedarte ahí? Es un basurero, y ese tío...

Se estremeció e hizo una mueca de asco.

—Llevamos dos días visitando pisos por todo Madrid y no he encontrado nada que pueda pagar. Apenas tengo ahorros, estoy sin trabajo y ma?ana tendré que dejar mi casa para siempre. No puedo ponerme en plan exquisito.

—Pero sí puedes quedarte conmigo hasta que encuentres algo mejor.

—Tu cama es muy peque?a.

—Puedes dormir en el sofá. Yo puedo dormir en el sofá —rectificó de inmediato, lo que me hizo gracia.

—?Y ver a Antoine todos los días? No, gracias. —Me apoyé en la pared del edificio y me pasé las manos por la cara. El pánico se arremolinó en mi estómago—. No sé qué voy a hacer.

Matías me tomó de la mano y tiró de mí para que caminara a su lado.

—De momento, vamos a comer algo; después visitaremos los tres pisos de la lista que nos quedan y cruzaremos los dedos.




Cuando regresé a casa a última hora de la tarde, el alma se me cayó a los pies y se hizo trocitos como un espejo roto. El salón estaba lleno de cajas y también el pasillo. Mi tío Andrey, armado con cinta de embalaje y un rotulador, las precintaba y anotaba en la tapa su contenido. Por primera vez sentí que aquella pesadilla era real. Que la única familia que tenía me abandonaba cuando más la necesitaba.

Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Junto a la cama descubrí varias cajas de cartón vacías.

?Qué sutil!

Tiré el bolso sobre la cómoda y me quité las zapatillas. De nada servía alargarlo más, así que comencé a recoger todas mis cosas. Empecé por los libros que llenaban mi estantería. Después continué con la ropa y el calzado. Con cada caja que cerraba, una profunda ansiedad me llenaba el pecho. Aún no tenía un lugar donde vivir y el tiempo huía, se me escapaba y yo no sabía qué hacer.

No había tenido suerte con los pisos que visitamos durante la tarde. Una de las habitaciones la habían alquilado esa misma ma?ana. La segunda ni siquiera podía llamarse habitación, ya que habían metido una cama en un balcón acristalado y pretendían cobrar trescientos euros al mes por ese espacio diminuto. Y la tercera quedó descartada en cuanto vi en el portal del edificio un aviso por peligro de derrumbe.

?Termitas, aunque lleva así diez a?os y nunca ha pasado nada. Una vez que te acostumbras a los ruidos...?, me había explicado una vecina.

Me senté en la cama en cuanto cerré la última caja. Me dolía la rodilla. Saqué un analgésico del cajón de la mesita y lo mastiqué con aire distraído, fingiendo que no sentía aquella opresión.

La pantalla de mi teléfono se iluminó con una notificación de Instagram. Una mención en la cuenta de la compa?ía. La abrí con un nudo en el estómago y vi una foto de mis ensayos, que se tomó pocos días antes de las últimas fiestas navide?as. Días antes de que todo se derrumbara.

?Hasta siempre, Maya. Seguirás bailando en nuestros corazones?, expresaba el comentario.

—Ni que me hubiera muerto —mascullé.

A ver, agradecía el gesto, pero sonaba tan deprimente y definitivo.

Fui a mi cuenta y revisé el resto de notificaciones y mensajes. No había nada importante. Tampoco era raro, ya que apenas publicaba fotos. Súbitamente, dejándome llevar por un impulso, desbloqueé la cuenta de mi madre y me descubrí mirando sus publicaciones. La última era del 31 de diciembre, poco antes de las campanadas. Se encontraba con Alexis, su pareja desde hacía diez a?os, a orillas de una playa con una bolsa de uvas en la mano. Entre ellos aparecía Guille, mi hermano peque?o.

Hermano.

Esa palabra continuaba atascándose en mi garganta. Ya tenía cinco a?os y yo solo lo había visto una vez en todo ese tiempo. Inspiré hondo mientras deslizaba el dedo y pasaba una foto tras otra. Miré sus caras y sus gestos. Las risas y los abrazos. Momentos especiales. Parecían tan felices...

Noté que me quedaba sin aire. Una punzada insistente en el pecho.

No quería, pero una parte de mí envidiaba a ese ni?o por tener a mi madre con él, de un modo que yo nunca la tuve. A mí jamás me miró con esa luz en los ojos, ni con esa sonrisa que nacía más allá de sus labios, bajo las costillas. Nunca me abrazó hasta querer apartarla para que me dejara respirar. Ni me besó con esas ganas que te espachurran dolorosamente las mejillas.

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